"El lugar" - un lugar

(Por Fausto Manrique) Trabajando muchos años en turismo, siempre trate de sugerirles a los turistas que hicieran caso omiso de cualquier tipo de recomendación que viniese de un taxista. El mundo de los tacheros resulta ser bastante fuera de lo común para los seres diurnos. Suele ser un tanto oscuro. Transgresor. Promiscuo. Malicioso y a veces hasta mal intencionado. Sin embargo tengo que confesar que en varias  oportunidades, muy disimiles y distantes, me ahogué en el profundo calvario de mis plegarias.
 

Vamos de a poco. Vamos acá cerca. A solo 6 hs en auto desde Mendoza. Un trayecto que de a poco se aleja del desierto para serpentear paisajes serranos. Paisajes algo distintos a lo que estamos acostumbrados. Para luego descender a una ciudad a la que volvería mil quinientas veces. Donde todo convive armónicamente bajo una gran urbe comercial que compite entre lo colonial y lo moderno. Entre las ruinas Jesuíticas y los desarrollos inmobiliarios, el Patio Olmos y el Parque Sarmiento, Nueva Córdoba y el Cerro Las Rosas. Entre Talleres y Belgrano, el cuarteto y la música electrónica, el mate amargo y el tereré, la Coctelería de vanguardia y el Prittiado (vino tinto con gaseosa Pritty limón). Y así y todo, Córdoba compite en materia de tendencia cabeza a cabeza con Buenos Aires, pero si hablamos de buena onda…..Córdoba gana por güenazos.

Hace un tiempo lejano atrás, cuando no existía el Google Maps. Una noche de un fin de semana largo de mayo, fría para camperita y cálida para tapado. Una llovizna constante que no mojaba, pero si jodía. Sin un rumbo fijo para ir a tomar algo. Obsesionado con evitar las cadenas o franquicias. Paramos un taxi, y entre la necesidad de adrenalina y el deseo por lo desconocido, le pedimos “al guazo” que manejaba el auto, que nos llevase al bar más excéntrico y desestimado del condado. Esos tipos de bares que pasan como incognitos y desapercibidos para los turistas y muchas veces, también, para los locales. Y el taxista, sin dudarlo, puso primera y encaró para las afueras de la ciudad. 

Los primeros diez minutos del trayecto fuimos observando a través una ventanilla que se empañaba por la humedad del ambiente. Una humedad cargada de gotas de lluvia que no colaboraba con esclarecer nuestra perspectiva sobre lo que podíamos apreciar de los suburbios. Estábamos siendo conducidos, por un absoluto desconocido, por los senderos de un una ciudad que vibra al ritmo de la vida Universitaria. Un sinfín de jóvenes aspirantes. Aspirantes titulados que impregnan ruidosamente el aire. La mayoría procedentes del interior de la Argentina y otros más, del interior profundo de la provincia en cuestión.

Los segundos diez minutos, memorizando los nombres de las calles para volver. Nombres de calles de próceres anónimos o desconocidos para nosotros. Pensando que a lo mejor nos habían raptado. O que a lo mejor nos estaban paseando. Paseando del verbo mail intencionado pasear, de la jerga de los sujetos del gremio y del predicado de los autos negros con tintes amarillos.

-“¿A dónde vamos, maestro?”, tratando de imitar la tonada de Cacho Buenaventura.

-“A Alta Córdoba”. Me hubiese generado la misma incertidumbre me que me dijera que íbamos al Obispo Angelelli,  al Juan Pablo II o al Cerro. –“Ya estamos cerca, comenta”. Y lo único que veíamos a  nuestro alrededor  eran casas y uno que otro comercio de barrio. Pensaba “una rotonda más y saco la cabeza por la ventanilla para gritar que nos habían secuestrado”. Recalculaba, “la próxima estación de servicio podría ser un buen lugar para darnos a la fuga o para recuperar la libertad”.

Y de pronto, en una intersección, súper oscura, de dos calles perpendiculares, dos calles que no llevaban a ningún lado, nos dice: 

-“¡Llegamos! Son $ 50 pesos”, (caro para el momento). Sin darnos tiempo a replantearnos si volver a pagar los $ 50 pesos para que nos lleve al lugar de donde nos recogió, puso primera y partió. Parados en el medio de la diagonal de las esquinas. Totalmente desconcertados y desencontrados. En el medio de esa encrucijada como en la película Crossroads de Walter Hill, nos mirábamos sin decir nada. No había ninguna propiedad a nuestro alrededor que se pareciese a un bar, a un boliche, a un quiosco, a un telo o a un antro.

Seguía lloviznando y nosotros seguíamos buscando en todas las direcciones, solo veíamos casas. Casas coloniales venidas a menos. Un par de autos estacionados sobre las calzadas. Veredas angostas embaldosadas. Charcos de agua por aquí y por allá. Jugando a la rayuela para no mojarnos. Sin un sonido, bullicio o música que rompiera con la quietud del vecindario y mucho menos, ni un alma para preguntarle por donde quedaba el bar. 

Hasta que Dios nos envío una señal. La señal de la luz. 

La casa de la esquina, la más rota, vieja y oscura de la cuadra; esa casa que me recordaba a la casa embrujada del barrio de la infancia. Justo esa casa nos abrió la puerta principal, y entre el resplandor tenue de luz, se oyó la guitarra de Django Reinhardt.

“¡Acá es!”, exclamé. No podía ser otro lugar. Ese estilo Gipsy Jazz, inconfundible de Django, me teletransportó a mi niñez en que mi padre, profesor de guitarra, me contaba historias de superación de un niño gitano que se había convertido en el mejor guitarrista del mundo, pese a tener una discapacidad en una de sus manos. Django Reinhardt, el guitarrista de tres dedos.

Abrimos la puerta como si ese hubiese sido el mandato divino y entramos a la casa como si nos hubiesen poseído. Intentaba ser un living en el medio de un anticuario. Una especie de santuario de cachivaches. Una recopilación de objetos de algún loco coleccionista, de objetos que nada tenían que ver entre sí. Algunas mesas y sillas, un par de sillones, un piano y una barra se daban lugar entre una acumulación de absurdos que oficializaban ser la decoración de este bar oculto. Un vestido de novia. Un auto encastrado en una pared. Un árbol. Una moto. Un par de bicicletas inglesas. Una colección de monedas, una de billetes, una de mariposas, una de arañas y otra de cascarudos. Miles y miles de libros. Cuadros de gente que seguro ya no estaban en este plano. Chapas publicitarias de 7up, de 43/70, de Firestone y de Coca Cola. Guitarras, trompetas, tambores.  Sombreros, hamacas paraguayas, Maquinas de escribir,  teléfonos antiguos. Un tablero de ajedrez. Unos maniquíes. Dientes de tiburón y uno que otro animal embalsamado. Repleto de juguetes vintage. Muchos veladores, lámparas de pie, lámparas a kerosén……Un verdadero y armónico cocoliche.

Esto no era simplemente un bar oculto. No era un speackeasy (mucho antes de que se pusieran de moda los speackeasy). Un lugar, este lugar, era el templo sagrado de los fantasmas de los objetos. Donde estos seres, por las noches, se desprendían de las cosas materiales y se disponían a disfrutar bajo las luces de las velas del Jazz gitano de Django, del sabor de un sanguchito  de peceto con alioli casero y de un simple vaso de vino tinto con soda. 

Y así, el alma nos volvió al cuerpo y la calma le ganó la batalla a los nervios. El gozo se hizo presente y la gula nos convirtió en pecadores nuevamente.

En este pequeño relato, se oculta una especie de “Réquiem de perdón” a aquellos taxistas que pregonan sus sinceras y acertadas recomendaciones. Siendo creyente y devoto de la gente, agradezco a aquel taxista cordobés, hincha fanático de Talleres, que sin ningún tipo de maldad y respondiendo de manera estoica a mi solicitada, se vio en el deber y en el derecho de recomendarme: ¡Un Lugar! 

¡Un Lugar! no es un juego de palabras,  es el nombre de un Bar perdido en un barrio de Córdoba….,de Córdoba Capital. 

Receta del sanguchito de peceto:
Recomendación personal: Al peceto lo vas a tener que cocinar entero. Por ende la receta va a ser súper rendidora. Andá pensando a quien vas a invitar o a quien le vas a enviar un tupper con peceto de regalo.

Ingredientes:
1 peceto entero.

1 cebolla blanca.

1 cebolla de verdeo (vamos a usar todo el verdeo, pero en 2 momentos diferentes).

5 dientes de ajo.

1 pimiento rojo.

1 pimiento verde. 

1 zanahoria grande.

1 tomate perita.

1 rama de romero o salvia (solo los pelos o las hojas, sin el palo).

1 copa de vino o cerveza o caldo.

Sal y especies cantidad necesaria y las que más te gusten.

Papel de aluminio
Procedimientos: Embadurná el peceto  con las especies y la sal. Sellalo en una holla grande o plancha con aceite de oliva. Procura que te queden los cuatro lados bien dorados (para esto el fuego tiene que estar al máximo). Una vez que el peceto está bien dorado, retiralo por unos minutos y en la misma sartén donde aún hay restos del peceto, agregás más aceite de oliva y salteas todos los vegetales cortados en trozos (cebolla de verdeo, solo la parte blanca). Rectificas de sal y especias y agregas la copa de líquido. Unos segundos y retiras. 

En un placa de horno, ponés el peceto, los vegetales y el líquido y tapas con el papel aluminio. Llevas al horno por 2 hs a temperatura media, media baja.

Retiras el peceto y lo cortás en fetas, láminas o rodajas.

Mixea / licuá los vegetales y los jugos, si es necesario espesar, agregale una cucharada de maicena y seguís cocinando en una olla hasta que reduzca. Luego mezcla las rodajas de peceto con los vegetales licuados, deja que la salsa impregne la carne.

All - i - oli casero (solo ajo y aceite, sin huevo, ni leche)
Es una salsa fuerte, por ende podés hacer una mayonesa o lactonesa o usar la que tengas en la heladera.

1 diente de ajo por integrante de la familia.

¾ taza de aceite de oliva.

Granos de sal gruesa y pimienta en granos.

Siempre hay un mortero (molcajete) de piedra o de madera en la casa de las abuelas…si no tenés, podés hacerla con el tenedor.

Pisá el ajo con los granos de sal y la pimienta y agregá hilos del aceite de oliva, la pasta se va a ir formando sola….solo necesita mucho amor…y vos definís la textura. 

Comprate unos pancitos árabes. Pintalos con el alioli. Luego le ponés las rodajas de peceto con la salsa de vegetales, la parte verde de la cebolla de verdeo, una hoja de lechuga, rodaja de tomate y el pan con más alioli. Sacale una foto, subila a instagram y seamos felices mientras podamos!!!!!

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