Entre aranceles y copas medio vacías: el desafío del vino argentino en un mercado mundial en retroceso

La vitivinicultura argentina, orgullo productivo de regiones como Mendoza, enfrenta un escenario complejo que combina tensiones comerciales globales y un cambio profundo en los hábitos de consumo. A los nuevos impuestos arancelarios por Estados Unidos, se suma una caída sostenida del consumo mundial de vino, generando un contexto desafiante para el principal complejo agroindustrial de la provincia.

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Estados Unidos es el principal destino del vino fraccionado argentino, representando más del 25% del total exportado. Sin embargo, la reciente decisión de la administración de Donald Trump de aplicar un arancel general del 10% a las importaciones —como parte de una política de presión comercial hacia sus socios— amenaza con encarecer los productos argentinos y restar competitividad frente a otras bebidas.

Si bien países como Chile y Australia enfrentarán las mismas tarifas, el impacto puede sentirse de manera más fuerte en Argentina, cuyo vino compite con menores volúmenes y márgenes más ajustados. En paralelo, los vinos europeos sufrirán aranceles del 20%, lo que a primera vista parecería abrir una oportunidad. Pero no está claro que la Argentina pueda capitalizarla si, como advierten expertos, el comercio global de vino se achica.

A este frente externo se le suma una tendencia estructural más profunda: el mundo está tomando menos vino. Las nuevas generaciones prefieren cervezas artesanales, tragos bajos en alcohol, hard seltzers o simplemente no beber. El resultado es una caída sostenida del consumo global, incluso en países tradicionalmente vinícolas como Francia, Italia y España.

Según datos de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV), el consumo mundial de vino en 2023 fue el más bajo en más de dos décadas. Menos demanda implica mayor competencia, presión sobre los precios y un mercado donde cada botella necesita una historia, una identidad y una estrategia clara para llegar al consumidor.

En Mendoza, donde la vitivinicultura representa más del 70% de las exportaciones regionales y el trabajo directo e indirecto a más de 100.000 personas, el escenario internacional repercute con fuerza. Bodegas medianas y pequeñas son las más expuestas: dependen en gran medida de la exportación para sostener su rentabilidad, y tienen menos herramientas para absorber golpes externos.

Daniel Rada, director del Observatorio Vitivinícola Argentino, advirtió recientemente que “cuando se encarecen los aranceles y el consumo bajo, el impacto es doble: no solo es más difícil vender afuera, sino que hay más competencia en los mercados donde aún se puede entrar”.

Estrategias frente a la tormenta
Ante este panorama, muchas bodegas mendocinas están reconfigurando su estrategia. Algunas apuestan por el enoturismo, otras por los mercados asiáticos o por nichos como los vinos orgánicos, biodinámicos o de baja graduación alcohólica. La diferenciación es clave en un mercado saturado.

Desde el sector privado se reclama mayor apoyo del Estado para negociar condiciones comerciales más favorables. El gobierno nacional, por su parte, ha dejado trascender que el presidente Javier Milei aprovechará su relación con Donald Trump para intentar revertir o al menos moderar el impacto de los aranceles.

Aunque el panorama internacional no acompaña, la vitivinicultura argentina ha demostrado capacidad de adaptación a lo largo de su historia. Hoy el desafío es doble: mantener su lugar en mercados exigentes como el estadounidense y, al mismo tiempo, conectarse con un consumidor global que cambió sus hábitos, sus valores y su forma de elegir qué toma.

Como en la buena crianza del vino, lo que se necesita es tiempo, paciencia y una estrategia afinada. En un mundo donde cada copa se disputa, Mendoza busca seguir brindando.

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